martes, 11 de septiembre de 2012

Navajas suizas y contratos leoninos...

Para Lucía y Fer, con todo mi orgullo y sobretodo, mi amor...


"¡Con razón señora, son dos!" me decía el del ultrasonido mientras me revisaba. He contado esta historia muchísimas veces, pero quiero dejar constancia escrita de ella, como si yo la contara a viva voz. De como siendo flaca como tabla, de un mes al otro de mi primer embarazo subí 3 kilos. El doctor, que estaba muy molesto porque pensaba que había yo disfrutado de la dolce vita materna (esa que te incita a seguir la leyenda urbana de comer por dos) me regañó sin piedad y me envió a los exámenes de rutina. Sin saberlo, después de ver al primer bebé, descubrieron al segundo. Dos niñas. Estaba yo hecha. Recuerdo que lloramos mucho, entre el susto, la felicidad y el ¿ahora qué? que inevitablemente asalta tu mente, tu razón, tu corazón y todas tus sensaciones.

Así, sin pedirlo, aterrizaron ustedes en nuestras vidas, para cambiarlo todo. Un refrigerador lleno de mamilas, cajas industriales de pañales, noches interminables sin dormir, una casa sin adornos a la mano,    un pizarrón con horarios, medicinas y tomas de alimento. Lo bueno, es que sólo eso era la parte díficil y fué mínima. Escuchar esas pláticas de cuna a cuna, las carcajadas, el primer diente, el orgullo de caminar con el cadillac ese de carreola doble, hermosas, riéndose siempre con todo el mundo.  Cuando se enfermaban y se recargaban en  mi pecho, aunque suene horrible, esa era de mis partes favoritas. Lloraban poco, se carcajeaban mucho, platicaban hasta cansarse en su propio lenguaje. Siempre dos, siempre juntas. Una enseñó a gatear a la otra. La otra le enseñó a trepar el mueble cambiador y gritarle a mamá que lo habían conseguido (si, casi me infarto). Abrir el ojo un domingo y que ya estuvieran metidas en nuestra cama, entre nosotros, sin dejar de abrazarse ustedes. Caminaban de la mano, hasta para entrar a la escuela. Completaban la frase que la otra había empezado. Aprendieron a ser fuertes cuando hubo cambios drásticos en nuestra vida, país extraño, escuela extraña y muy ruda, demostraron en todo momento de qué tamaño era su corazon y su fortaleza. Regresaron a su amado entorno y no han dejado de brillar desde entonces. Y yo he sido testigo de honor de todo lo que han pasado. No he podido ser más afortunada. Sin embargo, el miedo que tengo nunca se ha detenido desde el primer día.

"No tengas miedo má, qué? no confías en lo que nos enseñaste?" me decían hace unos días agarrando mi mano, viéndome a la cara, a los ojos llenos de lágrimas. No puedo evitarlo. Separarse de los hijos debería estar prohíbido. Mi cabeza no para de recordar mil cosas fuertes que han pasado. Ese trancazo en la frente, directo al hospital. Replicado por su hermana unos meses después, y también, directo al hospital. Golpe en la barbilla con piedrita enterrada, brazo roto, dedo roto, bullies puestos en su lugar con dos pases mágicos, maestras abusivas corregidas por una niña de 7 años que sabía perfectamente sus derechos. Una pared dispuesta para pintar a su antojo con cualquier material disponible. El dolor de perder, llevado con integridad, a pesar de su corta edad. Arreglar cosas por la paz, con la conciliación, para evitar que los adultos arregláramos con gritos. Sin embargo, saber defenderse del abuso con fuerza y sin miedo. Exponer sus ideas claramente. Cuidar su cuerpo y nutrirlo. Todas estas experiencias, como si fueran las herramientas de la navaja suiza del abuelo, la más gorda, con todos los aditamentos posibles, lista siempre por si algo se descomponía, ese cosito rojo lleno de espacios que trae lo necesario para la compostura. El de la desilusión que va con la herramienta de la esperanza. El del dolor que va con la resignación. El de no haber podido ganar que va con la de intentarlo de nuevo. El del miedo, con la de la seguridad. El del cambio, que va con la de la adaptación. Todas estas cosas que uno no debe dejar de traer encima, de recordarlas y de usarlas. Yo tengo la mía, que sigue llénandose de herramientas nuevas. Nuestros hijos, tienen una con lo básico y algunas cosas especiales extra. Que tendrá cada vez más espacios con herramientas nuevas. Ajustar, cortar, pegar, limar...

En esa cita con el doctor, en donde me sentenció (injustamente) a cuidar mi peso, mi sueño y mi estado anímico, recuerdo que lo único que se me quedó fue una frase tremenda: "Tener un hijo, es un contrato de por vida". No le hice mucho caso en ese momento, lo que quería era salir corriendo. Siempre pensé que mis hijos eran míos, hasta que la vida y su curso normal me demuestra a fuerzas que no lo son. Es un contrato entre dos partes, en donde una los cuida, los ama, y la otra crece, aprenden y hace su vida sin tí. Nadie prepara a los padres para que sus hijos se vayan. No hay un recurso real al cual atenerse para pasarlo mejor cuando sucede. Lo cierto es que es un contrato leonino, en donde a los papás nos atoran con la letra chiquita que nos advirtieron pero que no leímos. Eso ya es nuestro asunto, no hay autoridad competente que pueda resolver el caso a menos que nosotros hagamos justicia de nuestra propia mano. Aunque sin pensarlo, nuestro instinto y amor siempre se dirigen a que seamos mamás chocantes, estar encima para que no se les olvide nunca llevar su navaja suiza a todos lados, como un arma necesaria e indispensable. Ya no se recargarán en su mamá como cuando estaban enfermas, pero tienen su navaja suiza que las sacara del apuro. Y nosotros los padres, tenemos que recordar que también tenemos una, recordando sobretodo la de ajustar, esa que se usa cuando todo se desacomoda, como tenía que pasar, a pesar de nuestros propios, egoístas y personales deseos...



miércoles, 18 de abril de 2012

Olvídate tu, que yo no puedo...

Pasé temprano. No es mi camino de todos los días, pero ya iba tarde. Antes de dar la vuelta en una calle, me encontré con el accidente. Vidrios rotos, la carcaza de un espejo retrovisor entre las plantas del camellón, una mancha roja en el pavimento. Deseé con todas mis fuerzas que fuera una mancha de aceite, no de sangre como me imaginaba. "Ojalá que nadie se haya lastimado seriamente" pensé. Seguí mi camino.

Una hora después, me preguntaban si yo sabía algo más acerca del accidente. Que había sido un muchacho de 16 años, conocido, el que había chocado y había muerto.

No pude resistir las lágrimas. 16 años. La información llegaba en bloques. Que no traía cinturón de seguridad. Que venía alcoholizado. Que acababa de dejar a dos niñas en su casa. Que había sido a las 2 am y no a las 11 pm como habían dicho para proteger a los papás porque no tenía permiso. Que venía a exceso de velocidad. Que había muerto porque el coche le había pasado encima. Que había salido disparado por la ventana del copiloto. Que había mucha gente que le lloraba en su funeral. Que los padres estaban deshechos. Que la vida no iba a ser igual para nadie, para ninguno de los que lo conocieron.

Desde 1995 a la fecha, se ha registrado un 55.5% de aumento en la muerte de jóvenes por accidentes relacionados con el alcohol. La hora pico de estos accidentes es de 1 a 3 de la mañana. El 14% son mujeres. La edad promedio es de 17 años. En el 30% de los accidentes, mueren los ocupantes, más no el conductor. Y dentro de ese porcentaje, el 22% no iban borrachos. Se espera que en el año 2020, ocho millones de personas en el mundo morirán por un accidente relacionado con el alcohol o las drogas. En México, 90% de la población mayor de 15 años consume alcohol, por cada 10 hombres hay 5 mujeres que lo toman en cantidades excesivas. La principal causa de muerte en jóvenes de 15 a 19 años es accidente de vehículo automotor. En 1993, el 3% de estudiantes de secundaria y bachillerato reconocieron haber bebido cinco copas o más por ocasión. En el 2000, la cifra aumentó al 21%. Entre las motivaciones por consumir alcohol está la convivencia con el 71% de quienes reportaron consumir alcohol de manera habitual. Los adolescentes se suman al número de consumidores quienes copian los modelos adultos en los que se asocia con frecuencia el consumo y la embriaguez. A diferencia de sus padres, los adolescentes de hoy en día parecen estarse desarrollando en un medio con mucho mayor tolerancia y permisividad.**

Se mueren nuestros jóvenes por los excesos que les (nos) permitimos. Y aún así nos preguntamos qué estamos haciendo mal como padres. Tener miedo de educarlos y ponerles límites no es opción. Ser padres light no es lo de hoy. Enseñarles a manejar para incorporarlos poco a poco a esta selva de asfalto. Enseñarles a beber con moderación y a no dejarse influenciar por el resto de la borregada. Enseñarles el valor de su cuerpo y su mente. Enseñarles el valor y la recompensa de su esfuerzo. Eso no es igual a ser permisivos y dejarlos sin supervisión porque "ya están grandes". No ponerle límites a un adolescente equivale a regalarle una pistola. Tarde o temprano, se hará daño. Esta ciudad, ya no es la que era cuando nosotros eramos chavos. Ni las adicciones son en la misma intensidad. Ni las reglas de la calle tampoco. La amenaza constante existe. Nuestros hijos nacieron en una sociedad desechable. Hoy eres moda, mañana no. Consumir y tirar. Les reiteramos que el mundo va rápido y por todos lados los bombardeamos con cambios constantes. Para ellos, nada es estable, todo está cerca de desaparecer, por eso hay que vivir rápido y al máximo. Y es nuestra culpa. Somos la generación sandwich, castigada por nuestros padres y oprimida por nuestros hijos. Con este sentimiento de que no vamos a ser igual de tiranos que nuestros padres, somos de lo más permisivos con ellos y con nosotros mismos. Y éstas son las consecuencias de no saber ser un ejemplo para ellos y decidir ser sus amigos. Amigos tienen muchos. O aprendemos a ser padres con todo y educar de una vez, o evadimos y olvidamos el asunto, hasta que nos toque llorar por la pérdida (y la culpa) a nosotros.

A un par de semanas, hoy muchos no se acuerdan que perdieron a alguien que conocían. Sus vacaciones estuvieron padrísimas. "No sabes que peda tan rica, llegué a las 6 de la mañana a mi casa". "Uta, el shopping poca madre, mi pá se rayó". " No mames con el ambiente en el antro, pedimos botella y estuvo de pelos". Nadie experimenta en cabeza ajena. Aún cuando el círculo se cierra y empiezan los accidentes a pasar muy cerca. Nadie recuerda el ejemplo impuesto con dolor. O no quieren recordarlo.

Yo solamente pienso en esa mancha en el piso, en esos padres con una carga insostenible de lágrimas y como tengo hacerle para que no vuelva a suceder. ¿Olvidar? Yo no quiero...



**Fuente: Encuesta de Consumo de Drogas, Alcohol y Tabaco en Estudiantes del Distrito Federal 2003, Subsecretaría de Servicios Educativos para el DF de la SEP y el Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón de la Fuente.

lunes, 12 de marzo de 2012

De estampas infantiles y las puras buenas intenciones...

Time goes by so fast, people go in and out of your life. You must never miss the opportunity to tell the people you really love, how much they mean to you" Steve Jobs.

"Chócalas" y el trato se cerraba.
"Córtalas" y el trato se rompía.

A veces pienso que las relaciones son más fáciles cuando somos niños. Chócalas para ser cómplices, amigos, parejas de resorte o patines, cambiar estampas antes que con los demás, comer en casa de alguno los Viernes. Y córtalas para olvidar todo, porque algo que dijimos no gustó, porque cambiamos de juego, porque no se brincó bien el resorte en 4a posición y nos hiciste perder. Después de eso, sólo el silencio de la ley del hielo. Seguías adelante. O te reconciliabas con tu amigo. Los niños generalmente aprenden a dejar rencores más fácil.

Sin embargo, la pureza en las acciones de los niños, siempre sin doble juego, es algo que tenemos que aprender los adultos. Si hay un niño malvado, bien intencionado, o que no se sabe defender lo sabrás de inmediato, tan sólo observándolo un momento. Y reconocerás a sus padres, sólo por el comportamiento de sus hijos, y hasta sin haberlos visto nunca.

Steve Jobs decía que un amigo es el que se queda cuando el resto del mundo se va. Dependiendo del nivel de tolerancia, aceptas o no las cosas que pasan cuando alguien que quieres se equivoca, o tiene un punto de vista diferente al tuyo. En teoría, la capacidad de comunicarnos nos hace diferentes a los animales. Los adultos somos los que impulsamos a que nuestros hijos no mientan, se disculpen, acepten, se responsabilicen y hablen de frente. Pensamos que es lo correcto y que hay que enseñárselos más pronto que tarde porque eso les evitará problemas de socialización y confrontación en un futuro. Queremos criar seres humanos civilizados, capaces y felices. Nadie juzga a un padre por querer que sus hijos sean las mejores personas.

El problema está en que no siempre somos un ejemplo congruente para nuestros hijos. Y no siempre nos comportamos como seres humanos con la capacidad de comunicarnos. Algunos se encuentran en el más puro estado animal de competencia.

Dentro de este huracán de "comunicación a tiempo real" que son las redes sociales, salen sin tapujos los vicios de la naturaleza humana en su más puro estado. Cualquier error cometido, merece linchamiento. Inclusive si el error también proviene de la más pura inocencia o estupidez de escribir sin mala intención. La red social en turno, juzgará sin piedad y dictará su sentencia. Pedimos a los políticos campañas limpias, cuando lo único que consumimos de ellos (y promovemos) es la carroña. Pedimos de las estrellitas de la tele más trascendencia y terminamos criticándolos por sus esfuerzos (sean valiosos a nuestros ojos o no) de atender a un público de menos márgen cultural que invariablemente los necesita. Pedimos que los medios sean veraces y exactos al informar, cuando todos nos sentimos reporteros ciudadanos y queremos "enseñarles" a hacer su trabajo. La denuncia no te hace más conocedor, solamente te hace denunciante, no periodista, abogado o escritor. No nos hemos dado cuenta, que por primera vez, aunque tenemos una voz más fuerte, no es necesariamente bien informada.

Opinar sobre un tema, no es malo. Presumir que conoces de algo por completo, solamente por competencia, te hace puramente fantoche. Juzgar a los demás por hacerlo, te reduce a un monólogo cerebral de donde nunca saldrás. Escuchar te hace aprender. Y aprender te engrandece.

Vivimos en el país de la pureza. De pura madre te dejo pasar. De pura corrupción. De pura impunidad. Del puro rollo. De la pura mugre. De la pura satisfacción personal. Del puro ego. Del puro te quito si me estorbas. Del puro te lastimo y no me importa. Del puro te llamo y seguro quedamos. No nos hemos dado cuenta, sin embargo, que con el puro diálogo y que con el puro respeto, podría cambiar el estatus de Vecindad Global de regreso a Aldea Digital. Un lugar en donde idealmente convivamos sin la necesidad de destacar, farolear, molestar o denostar al de junto. Como si los seres humanos viviéramos en la más pura soledad y necesitáramos revindicación a costa de lo que sea. O de quien sea. Eso no es lo que somos. O por lo menos no lo único. Nos olvidamos que a menos que alguien sea bot pagado, todos tenemos una historia, una cara, sentimientos, y sobretodo, ideas que compartir. Hemos convertido a las personas en algo intangible, abstracto, desechable. Una línea de producción de "amigos" a los que solamente les ponemos foto y letra. No hay empatía, sólo concordancia o rechazo y por consiguiente juicio de ideas. Me niego a pensar que la oportunidad única de comunicarnos tan ampliamente, sea desperdiciada por la necesidad de elevar el ego de cada uno. La experiencia de las redes sociales sólo debe enriquecernos más en la vida real. Esa, la que si cuenta. En la que la mayoría de las veces, hablamos de frente.

Prefiero tener presente como son las relaciones puras, esas que negocian, debaten, toleran, respetan y llegan a acuerdos . Así, como cuando era niña y me sentaba a cambiar estampas con mis amigas. "Repetida, repetida, ya, ya, repetida" y nadie se enojaba si yo no cambiaba nada, ni a nadie...

jueves, 19 de enero de 2012

De cuotas de género y otros sujetadores femeninos...


Yo, que he nacido mujer, me puse a examinar mi carácter... Christine de Pisan


Tenía 16 años cuándo mi mamá me regaló el libro de la "Nuestros cuerpos, nuestras vidas" de las Mujeres de Rojo (Colectivo de mujeres en Boston, 1970). Recuerdo que sentí como si me pasaran una antorcha de algo importante, sin saber exactamente de qué se trataba. Provengo de una familia en donde las mujeres han sido poderosas, avanzadas a su tiempo y abiertas. Sin embargo, jamás dejaron de ser delicadas, sútiles y dulces, características que a mi pesar, no heredé.

Al pasar sus páginas, me dí cuenta que lo que quería mi revolucionaria madre es que tomara conciencia de que de las pocas cosas que podría controlar como mujer, era mi cuerpo y la forma en como yo pensaba de él. Decir las cosas por su nombre y encontrar esta plenitud en todas las decisiones que tomes en la vida en referencia a él. Aprendí que naturalmente, somos seres cambiantes, y que esos cambios repentinos que no tienen que ver con la mente sino con las hormonas, nos hacen ver inestables. Es decir, las mujeres somos mucho de química. Lo que no exime que seamos también mucho de corazón. Y aprender sobre esto, hizo una gran diferencia en mi vida.

Me ha costado mucho aprender a decir las cosas como las quiero, como las siento y como las pienso. Aprendí que para ganarse un lugar, se necesita sensibilidad e inteligencia para destacar. Que hacerle daño a alguien para ascender, en algún momento te perjudicará más que ayudarte. Que no es lo mismo tener malicia que maldad. Y que por ser mujer, en un mundo de hombres, todo me iba a costar el doble de trabajo. Estaba destinada a que cuando me inconformara por algo, alguien inevitablemente comentaría un "déjala, seguro está hormonal". Pero también entendí que esto me podría afectar tanto como yo lo permitiera. Es decir, nada.

Este no es un texto feminista de queja. Es todo lo contrario. Me declaro machista.

Estoy cansada del eterno cliché de las cuotas de género y la lucha por los "derechos" de las mujeres. Las cosas son muy diferentes ahora que en el siglo pasado. Sin embargo, si alguien está calificado para una chamba, merece tenerla. Si las funciones que se le han encomendado las realiza con conocimiento, diligencia y honestidad, no debe importarle a nadie si es gay, mujer, hombre o peso mosca. Resulta hasta denigrante y autocompasivo exigir la "cuota" como si de pagar algo se tratara, o porque no tiene mérito de ser por sí mismo.

A esto hemos llegado mujeres. A exigir algo gratis que de seguir así, nunca sabremos si realmente nos lo hemos ganado. No es sólo buscar conseguir una representación femenina. Es hacerla valiosa. Es competir contra los mejor preparados. No contra los hombres. De otra manera, seguimos luchando entre nosotras y nunca a favor. No tenemos que ser iguales. En nuestras diferencias radica el encanto, y sobretodo la inteligencia.

Y en un nivel más personal, me doy cuenta que al hombre le exigimos ser buen (o excelente) proveedor, buen padre, buen marido, buen amante, buen profesionista. Debe ser sensible a nuestras necesidades y pasar por alto las suyas por el "bien" de la pareja y de la familia. Si nosotras estamos "hormonales" debe entendernos. Pero si a él no le salen las cosas en su trabajo, que ni se le ocurra traer las broncas a casa. Debe ser comprensivo y evitar dar consejos. Solamente debe escuchar y si puede solucionarnos el problema. Nada de dominó los jueves, pero aguantar nuestros miercolitos con las amigas.

¿En què momento nos volvimos tan demandantes? ¿Es tan necesario validarnos como iguales? No nos hemos dado cuenta que a pesar de haber conseguido reconocimiento y haber avanzado en nuestra autonomía, se ha conseguido refrendar nuestra imágen de necesitadas de valor. Cuando en realidad, somos todo lo contrario. Somos madres, proveedoras, esposas, amantes, amigas, profesionistas, guerreras, es decir, valiosas de entrada. No es necesario que nos lo reconozcan a cada rato. Eso solamente nos remite a la teoría hormonal.

Así que si quieren destacar, ser felices, sentirse plenas y satisfechas, olvídense de las cuotas de género y lo que implican, en todos los ámbitos. Olvídense de sujetar a los hombres con el chantaje por el simple hecho de aventajarlos. Y por supuesto, olvídense de sujetarse a las reglas...